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sábado, 16 de abril de 2011

¿Qué se siente ante un clásico?

Cada año se repite la historia. Empieza con las giras, asiáticas o americanas, partidos pasarela que pese a ser criticadas son el mejor aperitivo para el footballholic, el adicto al fútbol que cuenta los días que faltan para el comienzo de la Liga. Y por fin llega ella, y llega él, el Fútbol. Fútbol con F mayúscula, fútbol morfina. Sabiéndose el mejor del mundo, materializándose de la mano o, mejor dicho, del pie de los pocos elegidos que pueden bailar a su ritmo. Fútbol que alivia, 90 minutos que ponen en pausa el ruido emocional del aficionado, encerrando tras una férrea coraza problemas y preocupaciones, y dejando escapar por una pequeña grieta tan sólo el sentimiento futbolístico. Y digo futbolístico, de la forma más abstracta posible, ya que la raíz de la que surgen el barcelonismo y el madridismo, así como cualquier otro amor (el sentimiento futbolístico es incomprensible para quien no lo siente, tanto como el amor) a colores, camisetas e ideales, es la misma. Dicho sentimiento despierta y fluye, escapa, lucha, hace reír, llorar, gritar, temblar. Y por eso lo amamos. Es una excusa más para ser feliz y nos gusta ser felices. El sentimiento se enfortece cuando cruza fronteras, cuando aparece en el horizonte la Champions League, hija de Ares y Afrodita, la guerra y la belleza, la lucha y el deseo. Sólo los más grandes pueden llegar a tocarla.

La rivalidad entre Barça y Madrid es el máximo exponente de dicho sentimiento. Como una inyección de adrenalina directa a la fuente de la que aflora que lo vuelve incontrolable. Ya no dura 90 minutos: la grieta de la coraza de hierro se ensancha y se escapa a su gusto. Los colores brotan y se infiltran en el riego sanguíneo. Llegan a cada órgano, cada extremidad, cada célula. No hay marcha atrás. Y aquí estamos. Queda poco para sentirlo, para ser felices, reír, llorar, gritar y temblar. Queda poco para el Fútbol y, esta vez, llega por cuadruplicado.

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